sábado, 21 de agosto de 2010

COSIENDO COSAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ, POR VER SI AL FINAL NOS SALE UN MUNDO ESFÉRICO. Cuento.

            De regreso de sus guerras de conquista, Gordio estaba cansado. Ni son los años los que envejecen, ni los trabajos lo que fatiga; es ese eterno ponerle un nombre a la ilusión, para forzar al burro que llevamos puesto a correr tras de una zanahoria que, o nunca se alcanza, o cuando al fin se obtiene, apenas satisface. En cualquiera de los casos, uno siempre termina descubriendo que tanto la amargura, como la felicidad, son meros accidentes. Entonces, emprende el camino de vuelta hacia el hogar y se enfrenta a las horas.
            Frente a las horas, nuestras vidas carecen de sentido; éste es un dolor que nace afásico y muere sordo. Gordio, tras de recibir a unas cuantas legaciones de leales súbditos ‑que no habrían vacilado en despojar a su cuerpo del necesario aditamento de su cabeza de haber podido‑, se encerró a solas en sus habitaciones, y libró la última batalla con ese enemigo invisible que habita por los rincones de las salas y entre la frondosidad de los parterres de los jardines, cuando los colores de sus flores no alegran ya más nuestras miradas; allí, aún tuvo que lamentarse de las prisiones de oro en las que los pueblos encierran a quienes les gobiernan.
            Acostumbrado desde siempre al oficio de la guerra; usó del tablero del ajedrez para, a la vez que libraba sus batallas con el oponente imaginario que se sentaba enfrente, derrotar a las horas. Al igual que en las contiendas, perdió unas, ganó otras y aún bastantes de ellas concluyeron en tablas; en cualquiera de los casos, las horas salieron siempre victoriosas.
            Un día, contemplando desde una terraza el paciente tesón con el que un boyero abría surcos en la tierra, le asaltó un inexplicable desasosiego por ese su constante ir y venir que siempre acababa conduciendo al mismo sitio; por lo que, ya caída la tarde, le hizo llamar, y le preguntó:
_ Según tú, ¿qué es el tiempo?
            El boyero, hombre rudimentario, que apenas conocía de la vida otra cosa que el surco que va dejando la reja del arado; miró por la costumbre hacia el suelo, y contestó:
_ Señor, por las mañanas me levanto, unzo las bestias al yugo y, juntos los tres, damos vueltas y vueltas a los campos; luego, cuando llega la noche, regreso a mi humilde morada, como de lo que haya, me acuesto y duermo.
_ ¿Y nunca te aburres?; ‑preguntó Gordio.
_ Señor; no puedo.
            Esa noche, Gordio durmió poco. Poseedor de ese saber inútil que alcanzan los filósofos cuando, tras de indagar los porqués de la existencia, llegan a la turbadora conclusión de que lo ignoran todo; buscó en el mundo de los símbolos las respuestas que su razón se negaba a proporcionarle; y, tras desdeñar por efímeros un par de viejos anhelos satisfechos, llegó al convencimiento de que su doble condición de monarca y de guerrero no era otra cosa que el yugo al que siempre había vivido uncido, y que al final, sus muchas vueltas y revueltas en la vana ilusión de conquistar el mundo, sólo le habían servido para agotar su tiempo y dejarle vacío frente a las horas que sobrevienen al precario placer de las victorias y los reinos conquistados, e incluso, al más amargo y persistente sabor de las derrotas.
            Buscando, pues, rescatar algún sentido al hecho de haber vivido, decidió dejar un legado de sí para los tiempos; y, convencido de que los símbolos representan la más sutil y elaborada forma de expresión de las complicaciones del cerebro, se hizo traer el yugo del boyero, le entregó a éste lo suficiente para que pudiera vivir holgadamente el resto de sus días, y sin percatarse de que le condenaba a su vez al sinsentido de las horas, se dedicó a matar las suyas, elaborando en torno al yugo un complicado nudo que, al igual que los surcos del arado, no tenía principio ni fin; tarea esta en la que ocupó el resto de sus días. Hay que decir que murió satisfecho, cosa que no ocurrió con el boyero.
            Como símbolo, el Nudo Gordiano ‑que así se llamó luego‑, tiene varias lecturas. El que careciera de extremos, retrata la eternidad del tiempo. El que, debido a ello, resultara imposible desatarlo, predica la fatuidad de los actos. El que estuviera anudado en torno a un yugo, indica la amarga esclavitud a la que somete su vida todo aquel que nace con la engañosa ambición del poder. El que el monarca determinara instalarlo a las puertas de Asia para vetarle la entrada a todo aquel que no lograra resolverlo, a más de servir para identificar el lugar de desencuentro de dos distintas maneras de entender la vida, pretende preservar el contemplativo talante del pensamiento oriental de las desapacibles premuras de Occidente. Finalmente, los inverosímiles e intrincados recovecos de sus vueltas y revueltas, abastecen a los amantes de la acción de las suficientes razones como para tener que lamentarse de la inutilidad de sus empeños.
            Por lo que respecta al boyero, la historia renuncia a perder el tiempo ocupándose de su vida. Pero, entendiendo que no se puede variar el destino de un hombre sin alterar a su vez el de todo el universo; Basó, ha indagado por aquí y por allá, y dice haber averiguado que, tras perecer de aburrimiento contemplando los campos baldíos ‑y en vista de que su actual fortuna personal no le permitía dedicarse ya más a su anterior oficio‑, puso sus pies a caminar, que, al fin y al cabo, era lo que siempre habían hecho, y recorrió la Frigia buscándole un nuevo sentido a su existencia; pasó luego a la Tracia, anduvo la Calcídica, cruzó el Peloponeso, y desesperado al fin de ir de acá para allá sin encontrar jamás cosa alguna en la que ocupar su tiempo, acabó juntando a un grupo de rufianes, desheredados, malparidos y contrahechos, y se dedicó a probar suertes en el oficio de los conquistadores para ver de comprarle un día su yugo a algún otro boyero. Murió en la Macedonia de resultas de un venablo que le atravesó el hemisferio derecho del cerebro. De su estirpe nació Filipo, y de éste, Alejandro.
            Educado por Aristóteles ‑el cual, ni siquiera para ejercer el sedentario oficio de los filósofos sabía estarse quieto‑; Alejandro aprendió del peripatético que la contemplación conduce directamente a la indolencia, y que la única manera de escapar a esa resignación karmática con la que los orientales asumen sus miserias, consiste en revertir la introspección hacia el exterior, transformando la potencialidad en acto; filosofía ésta que se extendió más tarde hacia el oeste, sentando las bases de la manera occidental de entender la vida.
            Enfrentado años más tarde al Nudo Gordiano; Alejandro, hizo buenas las lecciones del maestro, y evitándose la torpeza reflexiva que conduce a la perdida de tiempo, sacó su espada, lo cortó en dos y penetró en Asia con su ejército.
            Sus conquistas fueron vastas, y su vida, breve. Derrotado al fin en la India por el cansancio de sus tropas ‑que no por los hombres de Poro‑; murió a los treinta y tres años para evitarse el vacío de las horas con el que Gordio le había dejado aviso en el yugo de su tatarabuelo.
            Si fue la acción la que conquistó el Oriente, o la no acción, la que derrotó a Alejandro; es algo que, aún hoy, no ha sido suficientemente dilucidado por esos investigadores obsoletos que se ocupan de indagar la manera en la que las leyes del Cosmos actúan sobre los acontecimientos del devenir histórico. Inglaterra, cuyas universidades se hicieron célebres por su tradicional empeño en velar por la ortodoxia escolástica, buscó demostrar la validez del pensamiento aristotélico y conquistó de nuevo La India que agotara la potencialidad del Magno. A pesar de la flemática determinación que caracteriza la manera de ser del cultivado espíritu inglés; las horas, y un tal Gandi, haciendo uso de la filosofía de la no acción y de la semiótica de una sencilla rueca, probaron de nuevo que la solución al problema del movimiento, según el enunciado aristotélico de transformar la potencialidad en acto, queda coja de un tercer factor, que es el agotamiento.
            Para Basó, que imagina al hombre como un reflejo microscópico de todo lo creado, lo único evidente es que existe una fuerza de expansión en la existencia (que es la potencia transformada en acción); y otra de contracción (que es esa misma potencia, revertida en introspección); que retratan el doble quehacer del Big Bang y el Big Crunch del Universo. Si algo hay que lamentar de la manera en la que el ser humano asume esta inevitable alternancia, es, sin duda, la insalubre violencia de las guerras y la miserable inutilidad de las fronteras.

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