sábado, 28 de agosto de 2010

SOBRE EL ARTE DE REALIZAR MILAGROS. Cuento.

            Fíjense ustedes en las cosas que llega a pensar Bruno. Incapaz de localizar una de sus chancletas bajo los pies de la cama, y seguro de que la pasada noche la dejó allí, hace de tripas corazón y desparrama el aparatoso desorden de sus carnes por el suelo para explorar el vacío desolador de las baldosas; palmotea porfiado la desnuda superficie con las manos, indaga rincones inexistentes... Llegado a ese difícil trance en el que la lucha con lo inexplicable conduce indefectiblemente al desastre catatónico, se grita a sí mismo: “¡Ea, para!”. Y desnivelando baldosas sobre la suela de una sola chancleta, se va hacia el cuarto de baño, pensando con tristeza: “El hombre, no es libre”.
            Bruno, se arremanga la bata de franela, desata la cinta del pantalón de su pijama y se sienta al retrete. Mientras caga, se demanda a sí mismo: “¿Por qué no es libre?”.
            A Bruno le resulta arduo contestarse a esto; así es que se desentiende del asunto, y se aplica a la más pertinente labor de solventar una oclusión del bajo vientre, por ver de ayudar al esfuerzo de lo digerido en su natural proceso evacuatorio.
            “¿Por qué no es libre?”, insiste Bruno; que, como dejó su mente aparcada entre los candores de la primera infancia, puede llegar a ser agotadoramente persistente.
            Entonces, el Bruno que contesta se aturrulla, e intenta explicar entre hipos y sollozos que no es libre, porque es seguro que la pasada noche, antes de acostarse, dejó ambas zapatillas bajo los pies de la cama; y esta mañana ha mirado y ha mirado, y a pesar de que, por fuerza, la otra ha de seguir allí, delante de sus ojos, no ha podido encontrarla.
            Y se queda contemplando acongojado ese abandono triste de su pie izquierdo. Luego, tira de la cadena, renquea hasta el lavabo y se mira al espejo.
            Frente al espejo, Bruno tiene distintas maneras de encarar la vida; según los días. A veces, su rostro resplandece feliz y él deviene optimista; y otras amanece cansado y abatido, como las hojas del filodendro de la salita de estar cuando comienzan a secarse. Entonces, Bruno se pone triste, y se queda ahí parado; sin saber cómo hacer para sonsacarse a sí mismo lo que le ha ocurrido.
            Esta mañana, su cara tiene un no se qué de fatiga quebrada; como si el Bruno de ahí enfrente hubiera estado trajinando durante toda la noche en ese otro mundo al que se marcha en sueños y, al final, se le hubiera roto lo que estaba haciendo. Frente a esta cara, Bruno no sabe como hacer. Le sonríe con un guiño dificultoso y contrahecho con el que, al parecer, pretende reanimarla; elimina una fea legaña que le pende de uno de los lagrimales; pellizca sus mofletes a ambas manos con aquel modo de hacer burlón y cariñoso que usaba tío Alberto, y que a él le queda un tanto desproporcionado; revienta un par de granos... Y, al final, se encoge de hombros, como diciendo: “¿Y qué hacemos?”.
            “¡Está ahí!”
            Bruno sabe que no está ahí. Él, ha mirado. Estaban las patas de hierro de la cama, con aquellas bolitas de bronce en los extremos que obran el milagro de transformar la habitación en una pompa de jabón dorada. También estaba el orinal que Má le deja bajo el somier para que no tenga que andar correteando de noche por el pasillo de sus miedos; y la pequeña alfombra para poner los pies y evitar resfriarse, que es donde Bruno, minucioso como es, deja siempre sus chancletas; y también estaba la zapatilla de su pie derecho. Pero, esta mañana, la chancleta del pie izquierdo no estaba.
            “Está ahí”.
            No está.
            “¡Está ahííí...!”.
            Y en esa certeza impotente con la que su cara insiste, hay un tan afligido desamparo, que Bruno se desentiende del Bruno que discute con el Bruno del espejo y se echa a trotar por el pasillo. Sus pies ‑clac, plop; clac, plop‑ tienen alas raudas, veloces, a ambos lados de los tobillos. Sus brazos, son como enormes aspas de molino despejando estorbos, eliminando dudas, vacilaciones y obstáculos de puertas. E incluso, su cabeza ‑siempre cri cri, cri cri, cri cri‑ ha hecho un inciso en esa porfiada obcecación con la que defiende la validez de sus criterios, y se ha quedado en silencio y expectante.
            Bruno, desparrama la catástrofe de sus carnes bajo el somier; y sin siquiera detenerse a mirar, extiende la mano y agarra la chancleta.
            Los ojos de Bruno, lloran de alegría: ¡Bruno, sí es libre!
            “¿Pero, cómo es posible?”; irrumpe de nuevo el cri cri de la cabeza.
            Pero esto, a Bruno, no le preocupa absolutamente para nada.

(de mi “Libro de rutas para viajeros sin destino”. Ediciones Obelisco).

miércoles, 25 de agosto de 2010

HAY UN MALVADO QUE NOS AMA. Poema.

Hay un malvado que nos ama.
Arrojado del cielo a los infiernos,
nos trajo en su caída
la luz de las estrellas.

Éramos buenos,
pacientes,
resignados,
y él nos trajo el derecho a rebelarnos,
a anegarnos
de ese rayo de luz que arrancó al cielo
para abrirnos los ojos
y mostrarnos
como era en realidad el mundo que habitábamos;
sufrimientos,
y fatigas,
y miserias…
Nos enseñó el pecado
de amar con libertad
lo que en verdad amamos,
de levantar con dignidad la frente
frente al amo,
de decir aquello que pensamos
sin tener que mentir cuando decimos
que decimos aquello que pensamos…;
y nosotros
a cambio
cuando no le ignoramos,
le execramos.
Cuesta creer que exista un Dios que le castigue ese pecado.

En verdad
yo no se muchas cosas de cielos o de infiernos,
pero he andado y andado,
y he visto al hombre arrastrarse por la tierra
herido de dolor y de miserias;
le he visto claudicar frente a quien gruñe
y besarle la mano
a aquel al que alimenta;
le he visto derrotado
en medio del camino
de la nada,
caminar tras de un reino prometido
que no alcanza,
confiar en un cielo
que siempre le amenaza
con castigos,
sojuzgado por ciegos,
hostigado por buenos,
perseguido por santos;
siempre sumiso,
siempre resignado…

La verdad…,
yo no se muchas cosas de cielos o de infiernos;
esas infusas ciencias
se las dejo
a aquellos que predican monsergas clericales
en púlpitos de iglesias;
tal vez ellos sí entiendan el motivo
por el que,
cuando Dios hizo al hombre,
creó también al amo y al cautivo;
yo,
la verdad,
ni lo se,
ni lo concibo.

Mostrenco que nací,
asumo resignado
el rol que me ha tocado,
me echo el atillo al hombro
y sigo mi camino solitario.

Pero,
al malo aquel
que trajo
la llama ardiente
con la que abrió mis ojos,
le rindo mi corazón enamorado.

sábado, 21 de agosto de 2010

COSIENDO COSAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ, POR VER SI AL FINAL NOS SALE UN MUNDO ESFÉRICO. Cuento.

            De regreso de sus guerras de conquista, Gordio estaba cansado. Ni son los años los que envejecen, ni los trabajos lo que fatiga; es ese eterno ponerle un nombre a la ilusión, para forzar al burro que llevamos puesto a correr tras de una zanahoria que, o nunca se alcanza, o cuando al fin se obtiene, apenas satisface. En cualquiera de los casos, uno siempre termina descubriendo que tanto la amargura, como la felicidad, son meros accidentes. Entonces, emprende el camino de vuelta hacia el hogar y se enfrenta a las horas.
            Frente a las horas, nuestras vidas carecen de sentido; éste es un dolor que nace afásico y muere sordo. Gordio, tras de recibir a unas cuantas legaciones de leales súbditos ‑que no habrían vacilado en despojar a su cuerpo del necesario aditamento de su cabeza de haber podido‑, se encerró a solas en sus habitaciones, y libró la última batalla con ese enemigo invisible que habita por los rincones de las salas y entre la frondosidad de los parterres de los jardines, cuando los colores de sus flores no alegran ya más nuestras miradas; allí, aún tuvo que lamentarse de las prisiones de oro en las que los pueblos encierran a quienes les gobiernan.
            Acostumbrado desde siempre al oficio de la guerra; usó del tablero del ajedrez para, a la vez que libraba sus batallas con el oponente imaginario que se sentaba enfrente, derrotar a las horas. Al igual que en las contiendas, perdió unas, ganó otras y aún bastantes de ellas concluyeron en tablas; en cualquiera de los casos, las horas salieron siempre victoriosas.
            Un día, contemplando desde una terraza el paciente tesón con el que un boyero abría surcos en la tierra, le asaltó un inexplicable desasosiego por ese su constante ir y venir que siempre acababa conduciendo al mismo sitio; por lo que, ya caída la tarde, le hizo llamar, y le preguntó:
_ Según tú, ¿qué es el tiempo?
            El boyero, hombre rudimentario, que apenas conocía de la vida otra cosa que el surco que va dejando la reja del arado; miró por la costumbre hacia el suelo, y contestó:
_ Señor, por las mañanas me levanto, unzo las bestias al yugo y, juntos los tres, damos vueltas y vueltas a los campos; luego, cuando llega la noche, regreso a mi humilde morada, como de lo que haya, me acuesto y duermo.
_ ¿Y nunca te aburres?; ‑preguntó Gordio.
_ Señor; no puedo.
            Esa noche, Gordio durmió poco. Poseedor de ese saber inútil que alcanzan los filósofos cuando, tras de indagar los porqués de la existencia, llegan a la turbadora conclusión de que lo ignoran todo; buscó en el mundo de los símbolos las respuestas que su razón se negaba a proporcionarle; y, tras desdeñar por efímeros un par de viejos anhelos satisfechos, llegó al convencimiento de que su doble condición de monarca y de guerrero no era otra cosa que el yugo al que siempre había vivido uncido, y que al final, sus muchas vueltas y revueltas en la vana ilusión de conquistar el mundo, sólo le habían servido para agotar su tiempo y dejarle vacío frente a las horas que sobrevienen al precario placer de las victorias y los reinos conquistados, e incluso, al más amargo y persistente sabor de las derrotas.
            Buscando, pues, rescatar algún sentido al hecho de haber vivido, decidió dejar un legado de sí para los tiempos; y, convencido de que los símbolos representan la más sutil y elaborada forma de expresión de las complicaciones del cerebro, se hizo traer el yugo del boyero, le entregó a éste lo suficiente para que pudiera vivir holgadamente el resto de sus días, y sin percatarse de que le condenaba a su vez al sinsentido de las horas, se dedicó a matar las suyas, elaborando en torno al yugo un complicado nudo que, al igual que los surcos del arado, no tenía principio ni fin; tarea esta en la que ocupó el resto de sus días. Hay que decir que murió satisfecho, cosa que no ocurrió con el boyero.
            Como símbolo, el Nudo Gordiano ‑que así se llamó luego‑, tiene varias lecturas. El que careciera de extremos, retrata la eternidad del tiempo. El que, debido a ello, resultara imposible desatarlo, predica la fatuidad de los actos. El que estuviera anudado en torno a un yugo, indica la amarga esclavitud a la que somete su vida todo aquel que nace con la engañosa ambición del poder. El que el monarca determinara instalarlo a las puertas de Asia para vetarle la entrada a todo aquel que no lograra resolverlo, a más de servir para identificar el lugar de desencuentro de dos distintas maneras de entender la vida, pretende preservar el contemplativo talante del pensamiento oriental de las desapacibles premuras de Occidente. Finalmente, los inverosímiles e intrincados recovecos de sus vueltas y revueltas, abastecen a los amantes de la acción de las suficientes razones como para tener que lamentarse de la inutilidad de sus empeños.
            Por lo que respecta al boyero, la historia renuncia a perder el tiempo ocupándose de su vida. Pero, entendiendo que no se puede variar el destino de un hombre sin alterar a su vez el de todo el universo; Basó, ha indagado por aquí y por allá, y dice haber averiguado que, tras perecer de aburrimiento contemplando los campos baldíos ‑y en vista de que su actual fortuna personal no le permitía dedicarse ya más a su anterior oficio‑, puso sus pies a caminar, que, al fin y al cabo, era lo que siempre habían hecho, y recorrió la Frigia buscándole un nuevo sentido a su existencia; pasó luego a la Tracia, anduvo la Calcídica, cruzó el Peloponeso, y desesperado al fin de ir de acá para allá sin encontrar jamás cosa alguna en la que ocupar su tiempo, acabó juntando a un grupo de rufianes, desheredados, malparidos y contrahechos, y se dedicó a probar suertes en el oficio de los conquistadores para ver de comprarle un día su yugo a algún otro boyero. Murió en la Macedonia de resultas de un venablo que le atravesó el hemisferio derecho del cerebro. De su estirpe nació Filipo, y de éste, Alejandro.
            Educado por Aristóteles ‑el cual, ni siquiera para ejercer el sedentario oficio de los filósofos sabía estarse quieto‑; Alejandro aprendió del peripatético que la contemplación conduce directamente a la indolencia, y que la única manera de escapar a esa resignación karmática con la que los orientales asumen sus miserias, consiste en revertir la introspección hacia el exterior, transformando la potencialidad en acto; filosofía ésta que se extendió más tarde hacia el oeste, sentando las bases de la manera occidental de entender la vida.
            Enfrentado años más tarde al Nudo Gordiano; Alejandro, hizo buenas las lecciones del maestro, y evitándose la torpeza reflexiva que conduce a la perdida de tiempo, sacó su espada, lo cortó en dos y penetró en Asia con su ejército.
            Sus conquistas fueron vastas, y su vida, breve. Derrotado al fin en la India por el cansancio de sus tropas ‑que no por los hombres de Poro‑; murió a los treinta y tres años para evitarse el vacío de las horas con el que Gordio le había dejado aviso en el yugo de su tatarabuelo.
            Si fue la acción la que conquistó el Oriente, o la no acción, la que derrotó a Alejandro; es algo que, aún hoy, no ha sido suficientemente dilucidado por esos investigadores obsoletos que se ocupan de indagar la manera en la que las leyes del Cosmos actúan sobre los acontecimientos del devenir histórico. Inglaterra, cuyas universidades se hicieron célebres por su tradicional empeño en velar por la ortodoxia escolástica, buscó demostrar la validez del pensamiento aristotélico y conquistó de nuevo La India que agotara la potencialidad del Magno. A pesar de la flemática determinación que caracteriza la manera de ser del cultivado espíritu inglés; las horas, y un tal Gandi, haciendo uso de la filosofía de la no acción y de la semiótica de una sencilla rueca, probaron de nuevo que la solución al problema del movimiento, según el enunciado aristotélico de transformar la potencialidad en acto, queda coja de un tercer factor, que es el agotamiento.
            Para Basó, que imagina al hombre como un reflejo microscópico de todo lo creado, lo único evidente es que existe una fuerza de expansión en la existencia (que es la potencia transformada en acción); y otra de contracción (que es esa misma potencia, revertida en introspección); que retratan el doble quehacer del Big Bang y el Big Crunch del Universo. Si algo hay que lamentar de la manera en la que el ser humano asume esta inevitable alternancia, es, sin duda, la insalubre violencia de las guerras y la miserable inutilidad de las fronteras.

sábado, 14 de agosto de 2010

FANTOMAS DESENMASCARADO.

No se; cada vez hay una búsqueda más generalizada de algo en lo que poder creer. Es como si la humanidad no se sintiera muy segura de lo que está ocurriendo y, como siempre hizo, se volviera a mirar hacia lo divino para que le cuente algo. Proliferan los gurús, los guías espirituales, los maestros… La Europa laica, tras de disfrutar de más de cincuenta años de bonanza y autarquía, vuelve a necesitar a Dios. (De los políticos, ya no hay dios que pueda fiarse). La Iglesia Católica, a pesar de la ulcerada fealdad con la que se nos ha ido desnudando, se perfila de nuevo como un poderoso imán para las actuales clases medias -incluso, para aquellas que se consideraban progresistas-, precisadas de cualquier esperanza que las libere de esta incertidumbre en la que actualmente les está tocando vivir. De hecho, ya nadie cree que el sistema tenga realmente una respuesta para lo que está sucediendo. Esta crisis se le antoja a todo el mundo más profunda de lo que nos han venido contando; y, en verdad, es mucho más profunda. Los ecosistemas están amenazados. Las ciudades, son como descomunales gigantes desvalidos, preocupados exclusivamente porque no se paralice su suministro de alimentos. Las luchas de clases vuelven a asomar peligrosamente la cabeza. China avanza hacia los mercados de consumo –de alguna manera tiene que solventar el problema de los mil millones de campesinos que carga a las espaldas-; India, América Latina, pronto la África negra…; amenazándonos con convertirnos, exclusiva y permanentemente, en una especie de organismos productores-consumidores, para poder seguir soportando el funcionamiento de un modelo de economía, que es como un monstruo descerebrado que necesita estar consumiendo y creciendo, consumiendo y creciendo sin límite alguno para seguir viviendo… Yo creo que la humanidad se esta preguntando finalmente, después de siglos y siglos de letargo: "¿Adónde vamos?"... Y la respuesta, ni nos la va a dar Dios, ni nos la van a proporcionar tampoco los políticos. La respuesta tiene que salir del hombre; el único al que, habría que esperarlo y desearlo, aún puede que le quede una pequeña pizca de sentido común.

LA REBELIÓN ES EL DERECHO MÁS DIGNO QUE TENEMOS. Poema.

La rebelión
es el derecho más digno que tenemos;
luego
se hacen monarcas
quienes fueron dignos,
y así
va siendo el hombre eternamente esclavizado por sí mismo.
Así es el mundo,
y así es que hay que tomarlo.

Algunos ya lo saben
y se echan a volar.

(Estos son pocos)

Pero el volar
no es ejercicio que se pueda gobernar desde el estrado
y siempre están proscritos;
son perseguidos,
acosados,
capturados…;
si alborotan demasiado
hasta pueden llegar a ser crucificados.

¡Cómo una piedra puede oír la llamada del mirlo!;
¡cómo un ciego saber
lo que es tener alas!

Policías,
controles,
pasaportes;
permisos para andar,
para ser el que eres,
para hacerte tu casa…;
y luego,
al fin,
al escapar,
más policías al otro lado de la aduana.

La rebelión nos redime y nos condena;
pero entremedias
rompimos a volar,
y eso nos basta.

viernes, 13 de agosto de 2010

ESCRITO PARA MOLESTAR.

Hay cosas que, como en los mercadillos de segunda mano, están ahí, aguardándonos entre un revoltijo de cacharros, ropas viejas, baratijas, muebles usados, cuadros mal pintados… Es como si nos estuvieran destinadas y nadie más pudiera verlas. Creo recordar que no tenía aun catorce años, cuando, no se cómo, cayó en mis manos este pequeño cuento sufí, que luego me ha ido acompañando por la vida como un espejo que alguien hubiera puesto entre mis manos para que pudiera contemplarla de antemano. El cuento, por supuesto, lo perdí; o quizás, el libro en el que lo leí era prestado; pero decía así:

“Iba volando Dios por los espacios infinitos con todo su coro de ángeles, y creó El Mundo.
Y el noventa y nueve por ciento de los ángeles que iban con Dios, vieron El Mundo, se prendaron de él, y se quedaron a vivir en él,
Y Dios siguió volando con los ángeles que le restaban, y creó El Cielo.
Y el noventa y nueve por ciento de los ángeles que quedaban con Dios, vieron El Cielo, y se prendaron de él, y se quedaron a vivir en él.
Y Dios siguió volando con los ángeles que le restaban, y creó El Infierno.
Y el noventa y nueve por ciento de los ángeles que quedaban con Dios, vieron El Infierno…, y huyeron despavoridos.
Y luego, Dios siguió volando con los ángeles que aún le restaban.”
(Si alguien esta interesado en sacar los diferentes porcentajes sobre el conjunto de la población humana, al final, se llevará una sorpresa).

Religión, por si alguno no lo sabe, proviene del latín “religare”, unir de nuevo. He leído en un par de ocasiones algún que otro comentario sobre la manera adecuada de interpretar el significado de este término y, aunque todas se aproximan de una u otra manera, cada cual descartaba del contexto de dicho significado aquella parte que, de una manera sectorialmente posicionada, le resultaba más incómoda. Para mí, sólo hay una posible manera de entenderlo: Unir nuestra naturaleza animal a nuestra naturaleza espiritual; y que conste que el intelecto, la razón, los sentimientos..., sólo los considero partes, o sentidos, inherentes al grado de evolución que hemos alcanzado como especie.
No voy a entrar en la polémica de si existe o no existe Dios; cuando he tenido que significarme sobre el asunto, lo que ya es suficientemente bochornoso, lo he hecho declarándome un gnóstico agnóstico; que es algo así como decir que no creo en él, pero que ando con él. Es impensable que nuestra mente pueda idear o diseñar una sola imagen de algo o alguien  a lo que podamos llamar, con el más remoto sentido de la propiedad, Dios; sería como pretender dibujarnos el perfil de la mano con la uña de un dedo, sólo que a escala inmensurable. La descripción más acertada que he escuchado, si con alguna hay que quedarse, proviene, creo, de alguna de las escuelas teosóficas: “Dios es aquello cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Para concluir; puede haber hombres creyentes, hombres devotos, incluso jeranquías eclesiásticas y hombres místicos; pero sólo hay un "hombre religioso"; aquel que ha unido su ser a eso que, en el empeño de tener al menos alguna manera de llamarlo, le pusimos por nombre el término de Dios.
Bueno, pues todo este discurso sin sentido viene a cuento de un cierto retortijón que se produce en los infiernos que uno lleva adentro, cada vez que escucha o lee a cierto tipo de maestros, gurús y demás ralea de eclesiásticos expertos, perorar tan doctamente sobre aquello que sólo hay una posible manera de llegar a conocer, pasar por esos tres mundos de mi cuento, que nada saben de credos, devociones o místicas ignorancias
El otro día leía en alguna parte: “La fe proviene del conocimiento”: Gnosis. He visto a tantos hombres solitarios -sin maestros, ni ashrams, ni gurús, ni meditaciones trascendentales, sin siquiera un Dios al que seguir o en el que creer- ir cayendo en esta enamorada búsqueda. Les he visto derrumbarse, y levantarse y volver a caer; huir presas del pánico..., y regresar, para enfrentarse a él y seguir caminando. Les he visto desfallecer, ser arrastrados al desastre, a la marginación, a la tranquilizadora injuria de las clínicas psiquiátricas…; siempre fieles; siempre enamorados. Y todo, para intentar alcanzar ese imposible que preña de luz por un instante eterno y para siempre el interior de nuestras almas. Tal vez sería mejor callar; pero cómo hacerlo al acordarse de ellos.
A uno, se le revuelven las tripas del infierno oyendo hablar a cierto tipo de gurús y maestros.

miércoles, 11 de agosto de 2010

ESTE ES EL GRAN MILAGRO. Poema.

Este es el gran milagro:
lo que oyes,
lo que ves,
lo que tocas…
Ese negarse a aceptar lo que te dan por cierto;
ese dejar lo cierto
para buscar lo efímero;
ese perder lo efímero
para indagar lo incierto;
ese olvidar lo incierto
para alcanzar lo súbito:
lo que oyes,
lo que ves,
lo que tocas…
Este es,
de entre los inagotables atavíos con los que la vida prodiga su existencia,
el más grande de todos los milagros.

Y arriba
el sol,
acicalándote un rayito de luz en la retina.