viernes, 5 de junio de 2009

BUSCANDO A MAD.

Cuento de ausencias y extravíos; por
Moncho Dicenta.

Buscando a Mad por la casa; en el dormitorio, la sala, el cuarto de los trastos, la cocina… En el piso, si se me excluye a mí, que apenas sí lo ocupo para dormir, no vive nadie; eso se advierte de inmediato en ese aire umbrío y desolado que embadurna de tristeza las paredes y enrarece de ausencias el interior de sus recintos. Y sin embargo, sigo buscando. Como no sé quien es Mad ni la forma que tiene, lo busco en los armarios, en el botiquín del cuarto de baño, por los cajones de la cómoda…; lo busco en el cubo de la basura por si se me fue en un descuido, y debajo de la cama, por si se ha escondido. Dado que ignoro quien es Mad, desconozco por completo el ritual de sus rutinas, sus horarios, las particularidades de sus usos y costumbres, la naturaleza de sus gustos y aficiones…
Constato que Mad, sea lo que sea, no está en la casa.
Me asomo a la ventana por si, por una de esas curiosas providencias de la vida, le veo atravesar la calle.
La mañana resplandece de un sol primaveral, y las gentes, a pesar de dirigirse a sus trabajos, parecen caminar contentas. Hasta en la manera de piar de los gorriones se percibe que el día da comienzo con la promesa de una inusual profusión de pequeñas alegrías.
Mad, no aparece por ninguna parte.
A punto ya de echarme a la calle en su busca, me llamo al orden y me obligo a recapacitar sobre el asunto. Como no sé quién o qué es Mad, lo más razonable es esbozarse primero una imagen de aquello que uno anda buscando. Desde luego, no puedo afirmar que Mad sea una persona; aunque tampoco puedo colegir por ello que se trate de un objeto. ¿Tal vez un artilugio?... ¿Una droga?... ¿Quizás un animal de compañía?...
Ninguna de estas posibilidades se concilia con aquella sensación de vacío que me hizo echarle en falta.
¿Un recuerdo?...
No. Mad, tampoco es un recuerdo.
Está claro; no hay manera de averiguar qué cosa es Mad. En mi interior, sé que lo reconoceré nada más verlo y, sin más, me echo a la calle en su busca.
Están por dar las ocho y media, y las aceras rebullen de precipitaciones y retrasos culpables. Como cada mañana, los atascos desatan los nervios de los automovilistas que, previsoramente, circulan ya con el cristal del conductor bajado para poder insultarse de coche a coche sin el menor impedimento: “¡Cabrón!”. “¡Tu puta madre!”…
Pero Mad no aparece por ninguna parte.
Cuando el tumulto de la hora de la entrada a los trabajos desborda con sus precipitaciones la magnitud vial de las aceras, resulta vano pararse en medio del gentío para intentar localizar a nadie; así es que, prudentemente, me meto en una cafetería y me instalo frente a uno de los ventanales para poder atisbar a los que pasan sin resultar arrollado por el trajín de sus premuras.
_ Un café con leche, por favor.
Y aprovecho el camino de regreso del camarero hacia la barra para constatar que Mad no se encuentra en el local; luego, ni me entero de cuando fue que regresó con el pedido, pero, al llevarme la taza a los labios, advierto que el café está frío, por lo que deduzco que, o bien el hombre me trajo el de algún otro cliente que se vio forzado a abandonarlo por las prisas o, más probablemente, abstraído en la labor de intentar localizar a Mad entre las gentes que circulan por la acera, el tiempo se me pasó volando en un suspiro.
Al levantar la vista hacia el reloj de la pared, constato que, efectivamente, son ya las nueve y veinte.
Pago el café, y me dirijo a la Oficina de Objetos Perdidos.
_ Buenos días.
_ Buenos días
_ Busco a Mad.
_ Perros extraviados, en la Calle del Globo numero catorce; -contesta el funcionario, sin levantar la vista del catálogo que tiene ante los ojos.
_ Mad, no es un perro.
Resulta evidente que toda su atención se halla atrapada por la imagen de uno de esos televisores de plasma de pantalla gigante que jamás se podrá permitir con lo que gana. Claro que, si prescindiera de las vacaciones de Semana Santa… Pero justo este mes le llega la letra del seguro; y además, hay que comprarles zapatos nuevos a los niños… Y, para colmo, está lo de la jodida hipoteca. ¡Miseria de vida!
_ Para gatos, loros y demás animales de compañía, tendrá que dirigirse igualmente a la Calle del Globo; -dice el hombre, sin levantar por un instante la vista del catálogo.
_ Es que, verá; me temo que Mad no es un animal.
_ ¿Veamos…?
Lo dice con una cierta acritud forzada de paciencia, y me mira, al fin, aguardando una respuesta.
Yo también le miro.
Me mira.
Le miro.
_ ¿Qué cosa es Mad?; -pregunta finalmente, dispuesto a no amargarse el día.
Por mucho que me obsesione el enigma de su pérdida, aún no he perdido tanto la cabeza como para no darme cuenta de que no le puedo decir que no lo sé; así es que, opto por tomar un camino intermedio y le digo que ignoro su nombre genérico, pero que, si me deja pasar al interior, de inmediato podré reconocerlo.
El hombre, se desentiende definitivamente del catálogo de televisores, y me mira de esa manera inquieta y acerada con la que se observan los problemas que se le vienen a uno encima.
_ ¿Se trata de algún aparato domestico?; -me pregunta, agotando el último cartucho de esperanza que le queda de que no le joda definitivamente la mañana.
Lo mejor sería dar media vuelta y marcharse antes de que sea demasiado tarde. El guarda de seguridad ha sido alertado con un gesto y me observa arisco desde el costado de la puerta. También lo hace el resto de las gentes que aguardan en la cola tras de mí. A pesar de mi reticencia a abandonar el lugar sin haberme cerciorado de que Mad no se encuentra en su interior, concluyo que es mejor escapar antes de que la cosa se complique. Así es que, me abotono la chaqueta y, cuando ya me dispongo a iniciar la retirada, me vuelvo a mirar al hombre en el alma de los ojos, y le grito:
_ ¡No lo sé!
Y lloro.
Buscando a Mad por las calles; en las miradas de los obreros que apuntalan los muros de aquel edificio que amenaza ruina… Buscando a Mad entre los pequeños objetos olvidados sobre los bancos de la plaza, en el interior de los contenedores de basura de una fábrica de engranajes o entre el batiburrillo de enseres, quincallas y artilugios de la tienda de un ropavejero que pretendió medrar y se metió a anticuario. Tal vez Mad sea el talismán perdido de alguna secreta teúrgia milenaria, el último vestigio de una civilización proscrita por la historia, o el personaje de un libro al que se le arrancaron las páginas en las que éste figuraba para que quien lo leyera se viera forzado a echarle en falta.
Al pasar por la Calle del Globo, dudo un instante y, finalmente, me decido.
_ Busco a Mad.
Más ducho ahora, a la pregunta del hombre, afirmo que es un perro.
_ ¿Raza?...
La verdad es que yo, de razas, apenas entiendo.
_ ¿Color?... ¿Tamaño?...
Ni grande ni chico. El color un tanto indefinido. Por no intranquilizar al hombre, añado:
_ Uno de esos chuchos callejeros.
Esta vez, me dejan pasar a husmear entre las jaulas. Intuyo que, aunque reclamara como mío un animal ajeno y lo notaran, no me pondrían el menor reparo. Una molestia menos.
Me dirijo hacia los suburbios de la ciudad buscando a Mad. Indago en los estercoleros, bajo los escombros de las fábricas abandonadas, entre los hierros retorcidos de sus naves, por los clandestinos rincones de sus talleres y los oscuros escondrijos de sus esbatimentos… Tras de lograr desatascar una puerta herrumbrada por el tiempo, salgo a un descampado, y me pierdo por el declive de la tarde rastreando a Mad entre el desconcierto de basuras, jeringuillas y desechos diseminados por los confines del terreno. Escalo la tapia de un convento bombardeado durante los últimos meses de la Guerra Civil y escarbo entre los escombros de sus celdas, bajo las cenizas de su antigua capilla… En el irrevocable empeño de conseguir localizar a Mad, asciendo jadeando cachitos de mi alma por la pendiente de una colina desmochada a machetazos y, al rebasar la loma, me encuentro sumergido en los arrabales de un poblado de chabolas de rasillas desnudas y uralitas. A pesar de mi temor a morir acuchillado tras de cualquier esquina, me interno por sus sórdidas callejas buscando a Mad entre las pilas de chatarra y artilugios sin sentido diseminados por el suelo (“¿Es usted el médico?”), en las miradas amargas de sus gentes (“Entonces, ¿del Ayuntamiento?...”) por entre los detritos de sus albañales…
Pero Mad, no asoma por lugar alguno.
Cuando, al fin, regreso al centro, ha caído la noche y una lluvia menuda destella chubascos luminosos bajo el cono de luz de las farolas. Me subo el cuello de la americana y, tras de intentar inútilmente de atisbar bajo los paraguas los rostros de las gentes que circulan por la calle, acepto la derrota y me sumerjo en el humo denso y azulado de un club nocturno que me avisa en el letrero luminoso de caracteres parpadeantes que hay sobre su entrada que este es “El Último Recurso”. Dentro, tan sólo hay tres o cuatro chicas penosas y aburridas, un par de octogenarios, un sospechoso grupo de argelinos y algún que otro viajante de comercio solitario. Aguardo unos instantes, por si acaso Mad estuviera en los retretes. Por un momento, me parece descubrirle en la mirada de un borracho que me había pasado desapercibido al fondo de la barra y me apresuro a correr a su lado. Bebemos hasta que el camarero nos echa del local; luego, nos perdemos trastabillando hacia los sórdidos tugurios de la noche clandestina. Al final, tras de ayudarle a vomitar en una esquina, decido que no es Mad y le dejo instalado en un prostíbulo.
Buscando a Mad bajo las estrellas.

Despierto de un violento empellón en el costado y, al abrir los ojos, me encuentro con la mirada feroz de un policía uniformado.
_ ¡No sabe que está prohibido dormir sobre los bancos del paseo!
En la comisaría, intento explicar que andaba buscando a Mad y me quedé dormido. Al principio, no me creen; pero, tras de telefonear al portero del edificio en el que vivo, se avienen a regañadientes a ayudarme. Al requerimiento de sus datos personales, les digo que es mujer. Digo que de unos treinta o treinta y cinco años. Digo que la eché en falta ayer por la mañana… Cuando me explican que tengo que esperar al menos tres días para presentar una denuncia, añado que es rubia y que tiene los ojos color verde manzana. Así los tenía la actriz aquella que tanto me gustó en “La furia de Irene”. Más amigables ahora, me dicen que no me preocupe, que ya aparecerá…
Pero Mad, no aparece.
Ahora, la ciudad, aunque aún resplandece con los colores de la primavera, ha perdido todo su atractivo. Vago de un lugar a otro, buscando a Mad entre esa muchedumbre uniforme y anodina que transita las aceras de las grandes avenidas; por los sombreados bulevares de ostentosos edificios ornamentados de cariátides romanas y chapiteles de granito; por las retorcidas callejuelas de los barrios obreros… Me apuesto durante días y días a la entrada de una estación de metro, confiando en que, más tarde o más temprano, Mad se verá precisado a pasar por ella… Una noche, siguiendo a un indigente sin techo que dice conocerle, escalo los desvencijados muros del viejo penal de Las Descalzas y, al internarme por sus corredores, me veo rodeado de un mugriento hervidero de heroinómanos, emigrantes africanos, chaperos, parados sin derecho ya al subsidio, vagabundos borrachos y maleantes de fea catadura, y aún peor calaña, que pernoctan por las celdas y galerías de la antigua prisión. El hombre ante el que me conduce, en realidad, se llama Marc y aún tiene la aguja clavada en una vena del tobillo; pero, para mi sorpresa, se muestra decidido a ayudarme a encontrar a Mad. Así es que, me instalo bajo su litera, y ya nunca más regreso a casa.
Poco a poco, uno se va olvidando de cómo era el mundo en el que antes habitaba. Todo aquello que, con anterioridad, encontraba coherente y legítimo –las buenas maneras; esa civilizada costumbre de ocultar lo que se piensa y, aún más, lo que se siente; el esmerado cuidado con el que cada cual se acicala el personaje para evitar tratar consigo mismo-; se le vuelve ajeno e irreal, como una pretenciosa pantomima de la que ni siquiera son conscientes quienes en ella participan. Como, de un modo u otro, me veo precisado a convivir con ella, procuro no llamar demasiado la atención; así es que, tras de eludir una redada de la policía en el penal de Las Descalzas, me desentendí para siempre de Marc que la verdad es que no me sirvió de la menor ayuda- e instalé los cartones y coberturas de mi lecho bajo la marquesina de la salida trasera de un restaurante armenio que, generosamente, hasta me abastece con sus cubos de basura de los escasos alimentos que preciso para seguir viviendo. Como los lunes cierran, me apuesto a la hora de la salida del rosario en un rellano de la escalinata de la Iglesia de Los Desamparados y, a veces, me echan algo. Entonces, le miro a los ojos a la buena mujer –sólo alguna que otra anciana se anima a arrojarme una moneda con la que ir costeándose la entrada al Reino de los Cielos- y le pregunto:
_ Señora, ¿ha visto a Mad?
Ellas, me afean que me gaste el dinero en alcohol; y de nada sirve decirles que no bebo.
Una mañana, se me ocurrió pensar que a lo mejor había vuelto a casa y, cuando finalmente logré dar con la calle, encontré el piso ocupado por un nuevo inquilino. Cuando le pregunté por Mad, me rezongó:
_ Sus cosas las bajó el portero al almacén del sótano; pregúntele a él; -y me sacó para siempre de su vida de un portazo.
Le pregunté al portero, y me contestó que hacía ya más de un año que se lo habían dado todo a un ropavejero.
No quise regresar al restaurante armenio por temor a que la rutina de sus inmediaciones me estuviera apartando de los lugares que él frecuenta. Ahora, deambulo por las calles dejando que sean mis pies quienes decidan el rumbo de mis pasos. Cuando ellos se paran, yo me paro. Cuando reinician el camino, yo los sigo. Cuando vacilan, tropiezo y me extravío. Y así, voy recorriendo la ciudad de punta a punta, indagando a Mad en ese anciano que dormita con el diario abierto sobre las rodillas en uno de los bancos de la plaza, en la vecina que tiende a airear las ropas de la cama del barandal de la ventana, en aquel niño que atraviesa a la carrera la calzada detrás de su pelota, en los mercados, tras del cristal de los escaparates de los grandes centros comerciales, por entre los árboles del Bulevar de las Acacias, en el pequeño herrerillo que canta entre sus ramas, en cada esquina, en cada imagen, en cada lugar, en cada objeto, en cada gesto, en cada alma... Entretanto, duermo allá donde me pilla el sueño. Como de lo que me dan o lo que encuentro. Cuando llega el invierno, me arremeto como puedo un par de abrigos de esos que las gentes desechan junto al zaguán de sus portales, y sigo caminando. Como ya no me dejan pasar al interior de los locales, si en el camino tropiezo alguna fuente, bebo un poco de agua y, de paso, hasta me aseo como buenamente puedo las legañas; entretanto, la barba crece y crece; y el cabello hace ya meses que renuncié a intentar peinarlo. En ocasiones, alguna de esas bandas urbanas que holgazanean las aceras, al verme así de menguado y harapiento, me utiliza para vengar sobre mis huesos las amarguras de un resentimiento que carece de otro mejor lugar en el que depositar su ira. Una vez, me rociaron la barba con gasolina y le prendieron fuego. ¡Son cosas que pasan! La barba ardía y yo miraba el fuego. Alguien que no fui yo se ocupo de apagarlo, y hoy, las heridas, ya no duelen.
Buscando a Mad; e imprecando a Dios con todo su seráfico cortejo de ángeles del Cielo.
No es que no les comprenda; pero, la otra noche, tras de que me arrojaran mientras dormía un cubo de excrementos, decidí finalmente hacerles frente, y me armé con la barra herrumbrosa de una vieja romana que encontré tirada por el suelo de una abacería abandonada del Barrio de la Esperanza.
Cada cual podrá pensar aquello que buenamente le parezca; pero, esa misma tarde, cuando el hombre aquel se puso a increparme en medio de la calle, ya no pude contenerme por más tiempo y se la clave en el pecho.
Estas cosas, también pasan.
Se la clavé en mitad del pecho y le salió, justamente, por el centro de la espalda.
En la comisaría, les pregunté a los policías si, por lo menos, se habían molestado en intentar localizar a Mad.
Me golpearon.
Sucesivamente, le he ido preguntando por Mad a los otros presos con los que comparto los ocho metros cuadrados de la celda (“Como quieras; pero te aseguro que con Salmerón, el royo ese de la locura, no cuela.”), al abogado que vino a visitarme a la prisión, a los dos sicólogos que me han examinado… Al juez Salmerón, como, cuando pretendí preguntarle por Mad, ordenó que me hicieran callar, me fui a por él e intenté estrangularle. Me lo sacaron de entre las manos justo a tiempo. Dicen que también golpeé a la enfermera que vino a inyectarme no sé qué calmante; pero, si lo hice, yo no lo recuerdo.
Ahora, en el interior de la celda del hospital psiquiátrico, sigo buscando. De nada sirve que el médico insista en intentar convencerme de que Mad no existe, o que el celador pretenda engañarme al pasarme la comida por la trampilla de la puerta, canturreando:
_ ¡Soy Maaad…!
Me desentiendo de ellos, y continuo infatigable mis pesquisas. Como la celda carece de ventanas, busco a Mad por entre los pliegues de las sábanas, bajo la cama, tras la rejilla del respiradero que hay sobre la puerta, en los desconchones de las paredes, en sus manchas…; lo busco en la noche cuando todos duermen, y en el silencio, y en esa luz que hay fijada al techo y que jamás se apaga.
_ ¡Soy Maaad…! – me canturrea el enfermero desde el otro lado del pasillo.
Y de este modo sé ha llegado la mañana. Entonces, me desentiendo de los pasos que se aproximan a la puerta, y antes de que esta se abra para darle paso al trajín del nuevo día, me vuelvo de cara a la pared, entrecierro los ojos para hacerles creer que estoy dormido, y me voy a buscarlo por el sendero de pespuntes diminutos del dobladillo de la funda de mi almohada.
Y es que, sin Mad, la vida ¿de qué sirve?
Finalmente, tras más de cuatro meses de registros y pesquisas, he llegado a la terminante conclusión de que Mad no se encuentra dentro de la celda; así es que, he optado por dejar mi cuerpo tendido encima de la cama y me he ido a buscarlo entre las nubes, allá donde termina el último destello de arco iris; más allá de la luna, del sol, de las estrellas; tras del último vestigio de todo lo creado…
_ ¡Soy Maaad…!
Sé que me engaña; pero no me importa, porque ahora, ya sé exactamente como es Mad. No se asemeja a nada de todo cuanto existe. Así es que, cuando al fin aparezca, lo reconoceré al instante, y ya nada en el mundo podrá volver a arrebatármelo.

Otros escritos del autor:
“Libro de rutas para viajeros sin destino.” Ediciones Obelisco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno, Moncho, me recordó a una historia que escuché en la radio contada por una argentina que, resumiendo, resultó que lloraba algo que podría ser un animal, más bien un gemido, buscó por todas partes el origen del llanto...hasta que al final, debajo de la cama, halló a la pena, y la mató, exclamando: "porque a las penas hay que matarlas cuando son chicas"

A éste la locura le arrastró. A veces vale la pena

Alicia Ríos - Málaga
alysonriver@hotmail.com

Gracias por la dedicatoria en tu libro regalo de claire

Anita dijo...

Moncho que triste el face sin ti...vuelve pronto.
Bqñs.