jueves, 29 de julio de 2010

ADÁN FRENTE AL ESPEJO.

En Panajachel, en el lago de Atitlan, de regreso de madrugada a mi chiquera después de alguna juerga, me tropecé una noche con una de esas indias que llevan siglos y siglos cargando las miserias de la vida a las espaldas, con dos niños pequeños aferrados a una de sus manos e intentado arrastrar con la otra al marido, tirado por el suelo con una borrachera de esas que te pasa un tractor por encima, y ni te enteras. Hombre; el asunto me dio pena. No está mal remarcar -¡lo que es llevar siglos y siglos aguantando que todo el mundo te pise la cabeza!- , que lo hacen con un alcohol blanco que se vende en unas pequeñas botellas de cristal transparente, en cuya etiqueta pone con letras bien gordotas: ”Sólo para indios”.
Bueno, a lo que iba. Me cojo al indio, le paso el brazo por encima de mi hombro y le pregunto a la mujer: “¿Vives muy lejos?”. “No…, ahí no más”. Ahí no más, lo mismo puede significar a la vuelta de la esquina, que seis o siete kilómetros más arriba; pero me digo: “Bueno; hasta donde llegue, llego”; y echo andar.
Llevábamos recorridos dos o trescientos metros, cuando el hombre abre los ojos, me mira con una de esas miradas afiladas que atraviesan la carne de uno como si fuera líquida, y me larga, así, a la cara, una de aquellas mordaces sonrisas esquinadas que te explican en un vuelo que lo único que eres para él, es un pendejo.
No menos rápido yo, me deshago de su brazo deslizándolo velozmente por mi hombro y, “¡zas!”, el hombre se va de bruces contra el suelo.
Antes de volver a quedarse dormido, levanta por un instante la cabeza, y le grita a la noche de los tiempos:
_¡Buen caballo! ... ¡Buen caballo!...
Adán mirándose a sí mismo en el espejo; cara a cara.

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